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Prevención ambiental para cuidar nuestra salud hoy y la de las generaciones futuras

En Espacio Orgánico creemos que la salud no empieza en el interior de un hospital ni en la receta que nos entrega un médico. Hoy viernes 26 de septiembre es el Día Mundial de la Salud Ambiental y sabemos que la verdadera salud se gesta mucho antes, en el aire que respiramos, en la calidad del agua que bebemos, en el ruido que nos rodea, en la luz a la que nos exponemos todos los días, en los alimentos que llegan a la mesa y en el contexto ambiental que envuelve nuestra vida cotidiana.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) lleva décadas insistiendo en un hecho innegable: cerca de una cuarta parte de las enfermedades y muertes en el mundo tienen origen en factores ambientales que son prevenibles.

Esto nos obliga como sociedad a repensar nuestro estilo de vida y, sobre todo, a tomar conciencia de que la prevención ambiental es la forma más poderosa de cuidar tanto de nuestra salud como de la de las generaciones que vendrán.

Y, sin ánimo de ser exhaustivos, existen distintos factores ambientales que inciden directamente en la salud pública. Vamos a explicarlos y a explorar estrategias colectivas e individuales para reducir riesgos y reforzar nuestra resiliencia fisiológica.

Factores invisibles como la radiación electromagnética, reales y cotidianos como el ruido urbano, o incontrolables como ciertas condiciones meteorológicas están influyendo en nuestro organismo mucho más de lo que percibimos a simple vista:

Radiaciones electromagnéticas

Las radiaciones electromagnéticas no ionizantes procedentes de antenas, wifi, teléfonos móviles o dispositivos electrónicos son ya parte inseparable de la vida urbana. Aunque no generan ionización en las moléculas -como sí ocurre con la radiactividad-, la comunidad científica sigue debatiendo los posibles efectos en la salud de exposiciones continuadas a estos campos, especialmente cuando su intensidad se acumula en entornos densamente tecnificados.

Diversos estudios han señalado la posibilidad de que estas radiaciones afecten al sistema nervioso, al ritmo circadiano del sueño o incluso se relacionen con ciertos síntomas inespecíficos como fatiga crónica, dolores de cabeza recurrentes, irritabilidad o problemas de concentración.

Es lo que se conoce como síndrome de hipersensibilidad electromagnética, aunque todavía no se encuentra oficialmente reconocido por la medicina convencional.

En el plano de la prevención, organismos como la Agencia Europea de Medio Ambiente aconsejan aplicar el llamado principio de precaución. Esto significa que, ante sospechas razonables de riesgo, conviene minimizar la exposición:

  • Reducir el tiempo de uso de dispositivos electrónicos en contacto directo con el cuerpo.
  • Evitar el uso prolongado de teléfonos móviles pegados al oído, sustituyéndolo por auriculares.
  • Desactivar el wifi durante la noche o cuando no sea necesario.
  • Mantener las antenas domésticas alejadas de las habitaciones de descanso.

La clave, como siempre, no es vivir con miedo, sino con equilibrio.

Químicos tóxicos

Los químicos tóxicos ambientales comprenden sustancias como plaguicidas, metales pesados, solventes, disruptores endocrinos y compuestos orgánicos volátiles presentes en el aire, el agua, los alimentos y productos de consumo diario.

La exposición prolongada o combinada, incluso en bajas dosis, puede provocar una variedad de enfermedades graves: cáncer, alteraciones genéticas, trastornos del desarrollo neurológico, asma, alergias, disfunciones hormonales, cardiovasculares y autoinmunes, entre otras.

Entre los síndromes emergentes asociados, destaca la Sensibilidad Química Múltiple (SQM), que se caracteriza por reacciones adversas severas a bajas dosis de diferentes productos químicos cotidianos, afectando calidad de vida y generando síntomas multisistémicos como fatiga, dolor, problemas respiratorios y neurocognitivos.

Diversos químicos ambientales pueden desencadenar síntomas de SQM, entre los cuales destacan:

  • Disolventes y compuestos orgánicos volátiles (como los presentes en pinturas, barnices, adhesivos, ambientadores, productos de limpieza, perfumes y gasolina), que provocan síntomas como dolor de cabeza, fatiga, irritación de ojos y vías respiratorias, y confusión mental.
  • Pesticidas, herbicidas y plaguicidas (usados en agricultura o en espacios públicos), relacionados con náuseas, mareos, malestar general, migrañas y problemas cutáneos.
  • Metales pesados (mercurio, plomo), presentes en algunos alimentos o materiales, asociados a trastornos neurológicos, digestivos y cansancio extremo.
  • Formaldehído y otros conservantes en muebles, textiles, papeles y productos sintéticos, que generan reacciones alérgicas, erupciones cutáneas y dificultad respiratoria.
  • Productos de aseo personal y cosmética muy perfumados (champús, desodorantes, suavizantes), vinculados a mareos, rinitis, asma y alteraciones dermatológicas.

Los síntomas aparecen ante cantidades mínimas de estos tóxicos o incluso por contacto indirecto u olores. Para evitar exposiciones a químicos tóxicos en el hogar, es fundamental implementar prácticas específicas que minimicen el contacto con sustancias potencialmente dañinas:

  • Evitar el uso excesivo de productos de limpieza y ambientadores industriales; optar por alternativas ecológicas hechas con ingredientes naturales como vinagre, bicarbonato o aceites esenciales.
  • Reducir el uso de productos de cuidado personal con fragancias sintéticas, parabenos o ftalatos; preferir cosmética natural, sin perfumes ni conservantes químicos agresivos.
  • Ventilar bien las estancias, especialmente después de pintar o limpiar.
  • Minimizar la presencia de muebles o materiales con alta emisión de compuestos orgánicos volátiles (VOC), como tableros de aglomerado o pinturas con solventes.
  • Evitar el uso de pesticidas o insecticidas en el hogar; en su lugar, usar métodos naturales o barreras físicas para el control de plagas.
  • Optar por textiles y productos para el hogar libres de tratamientos químicos como retardantes de llama o suavizantes sintéticos.
  • Y, por supuesto, alimentarse con productos ecológicos.

Estas acciones permiten disminuir la carga química doméstica y contribuir a un ambiente más saludable para toda la familia, especialmente para personas vulnerables con sensibilidad química.

Contaminación acústica: el ruido que enferma

Vivimos rodeados de ruido, y pocas veces lo consideramos un peligro real. Sin embargo, la contaminación acústica es uno de los factores ambientales más nocivos para la salud según la OMS. El ruido sostenido por encima de los 65 decibelios genera estrés fisiológico continuo en el organismo. Los más afectados son quienes residen cerca de aeropuertos, avenidas con tráfico intenso o zonas de ocio nocturno.

Los efectos conocidos son múltiples: pérdida progresiva de audición, acúfenos (pitidos en los oídos), aumento de la presión arterial, alteraciones del sueño, deterioro cognitivo en niños y mayor riesgo de problemas cardiovasculares. 

Además, el ruido urbano deteriora silenciosamente la salud mental, aumentando la irritabilidad y dificultando la concentración.

¿Qué podemos hacer?

  • Priorizar paseos y actividades en entornos naturales silenciosos.
  • Reforzar el aislamiento acústico en el hogar.
  • Promover la movilidad sostenible que reduzca el tráfico motorizado.
  • Defender políticas urbanísticas que limiten los niveles de ruido en zonas residenciales.

Si algo demuestra el ruido es que la salud pública no depende solo de decisiones individuales, sino de planificación colectiva y voluntad política.

El clima condiciona nuestra salud

Las variaciones meteorológicas y los cambios de estación no son solo transformaciones paisajísticas. Nuestro organismo responde a ellas de manera evidente.

  • Durante la primavera, la polinización de árboles y plantas dispara los casos de alergias respiratorias.
  • En otoño e invierno proliferan los catarros, las gripes y distintos cuadros respiratorios debido al descenso de temperaturas y a que pasamos más tiempo en espacios cerrados compartidos.
  • Cambios bruscos de temperatura o humedad pueden desencadenar crisis en pacientes reumáticos, anginas de pecho en personas vulnerables o agravar dolencias articulares y musculares.

Ante ese escenario, el enfoque de la prevención resulta esencial:

  • Mantener una alimentación rica en frutas y verduras de temporada que refuercen el sistema inmune.
  • Garantizar una correcta ventilación de los hogares, incluso en estaciones frías.
  • Practicar ejercicio regular, adaptado a la estación, que ayude a mejorar la circulación sanguínea y la función pulmonar.
  • Apostar por terapias naturales complementarias, como infusiones de plantas medicinales con propiedades expectorantes o antiinflamatorias.

Adaptarse al clima significa estar atentos a nuestro entorno natural, no forzarlo.

Humedad: un enemigo invisible

El equilibrio entre humedad y sequedad es fundamental para la salud. Una atmósfera excesivamente seca puede provocar deshidratación subclínica, sequedad ocular y mucosa, agravando problemas respiratorios o favoreciendo infecciones. Por otro lado, un exceso de humedad genera proliferación de hongos, ácaros y bacterias que afectan a las vías respiratorias y a la piel.

Lesiones cutáneas, eccemas o molestias como la dermatitis atópica encuentran en la humedad un caldo de cultivo ideal. Además, la humedad crónica en viviendas, especialmente cuando no existe una ventilación adecuada, incrementa la incidencia de asma y alergias.

Pequeñas medidas cotidianas pueden prevenir estos problemas:

  • Evitar calefacciones excesivamente secas usando humidificadores o plantas purificadoras.
  • Corregir filtraciones o condensaciones en casas.
  • Ventilar estancias diariamente.
  • Beber agua de calidad a lo largo del día para mantener el equilibrio hídrico.

De nuevo, el principio de la salud parte de un entorno doméstico cuidado. El hogar como primera línea de prevención.

Material particulado: el aire que enferma los pulmones

Si algo nos ha recordado la crisis climática es que el aire que respiramos puede convertirse en un vector de enfermedad. Los materiales particulados (PM10, PM2.5) procedentes de gases de automóviles, industrias, combustión de carbón o residuos urbanos generan un impacto devastador tanto en el medio ambiente como en los pulmones humanos.

Las partículas más pequeñas son las más peligrosas: penetran profundamente en el sistema respiratorio hasta alcanzar los alvéolos pulmonares, donde desencadenan procesos inflamatorios crónicos que derivan en enfermedades graves como la silicosis, el enfisema pulmonar o incluso cáncer de pulmón.

La Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC) clasificó la contaminación atmosférica urbana como carcinógeno del Grupo 1. Esto significa que existe evidencia científica suficiente de su relación con el cáncer en humanos.

La prevención en este caso exige acciones colectivas contundentes: reducir drásticamente la dependencia de combustibles fósiles, crear zonas de bajas emisiones, promover energías renovables y replantear el sistema de transporte urbano. 

Y, a nivel individual, vale la pena incorporar en lo posible escapadas a entornos naturales más limpios, y el uso de plantas de interior que ayudan a depurar el aire del hogar.

La otra cara del sol

El sol nos da vida, regula nuestro reloj biológico, permite la síntesis de vitamina D y fortalece nuestro estado de ánimo. Pero como en toda relación, también puede ser dañino. La exposición prolongada a radiaciones ultravioleta (UV) afecta directamente a la piel y a los ojos.

Entre los efectos más comunes se encuentran las quemaduras solares, el envejecimiento cutáneo prematuro, las lesiones actínicas y un notable aumento del riesgo de cáncer de piel. En los ojos, la radiación ultravioleta ocasiona conjuntivitis, queratitis o incluso cataratas si la exposición es crónica y sin protección.

La clave de la prevención está en el respeto:

  • Evitar las horas de máxima radiación (entre las 11h y las 16h).
  • Usar protectores solares ecológicos, sin nanopartículas tóxicas para el medio marino.
  • Proteger los ojos con gafas homologadas que filtren la radiación ultravioleta.
  • Incluir en la dieta antioxidantes naturales (vitamina C, E, carotenoides) que refuercen las defensas de la piel.

El sol es imprescindible, pero como todo en salud ambiental, la dosis marca la frontera entre lo terapéutico y lo perjudicial.

Virus, bacterias y otros microorganismos

Uno de los factores ambientales más antiguos y al mismo tiempo vigentes son los microorganismos. A lo largo de la historia, bacterias, virus, hongos y parásitos han condicionado seriamente la salud pública. La COVID-19 volvió a mostrar lo vulnerables que seguimos siendo.

La globalización, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad facilitan que muchos patógenos encuentren nuevas vías de transmisión y adaptación. Alergias, gripes, tuberculosis, infecciones gastrointestinales o enfermedades emergentes son parte de este escenario.

La prevención, además de exigir sistemas sanitarios sólidos y accesibles, implica decisiones individuales muy concretas:

  • Mantener una higiene adecuada de manos y alimentos.
  • Consumir alimentos orgánicos y frescos que potencien la respuesta inmune.
  • Fomentar la diversidad microbiana beneficiosa del intestino mediante fermentados, probióticos y prebióticos.
  • Reforzar la inmunidad con descanso suficiente y hábitos de vida saludables.

La relación con los microorganismos es parte natural de la vida. No se trata de erradicarlos, sino de restablecer el equilibrio que la naturaleza mantuvo durante milenios.

Una mirada global y preventiva

Lo que todos estos factores nos muestran es sencillo y a la vez profundo: la salud humana está íntimamente ligada al entorno. Respirar aire puro, dormir sin ruido, convivir con una radiación solar equilibrada, hidratar el organismo adecuadamente, alimentarse de productos frescos y ecológicos, moverse en entornos naturales, mantener bajos niveles de exposición a contaminantes… todo suma a nuestro bienestar.

En Espacio Orgánico defendemos que la prevención ambiental no es un lujo, sino un derecho y una obligación ética. Derecho porque la ciudadanía debería poder acceder a un entorno libre de contaminantes que dañen su salud. Obligación porque solo cuidando la tierra que habitamos aseguraremos la posibilidad real de vida sana para nuestros hijos y nietos.

El desafío es colectivo, pero empieza por cada gesto cotidiano. El camino hacia una sociedad verdaderamente saludable se construye tanto desde la política pública como desde los hábitos diarios: elegir productos ecológicos, apostar por energías limpias, cultivar pequeños huertos urbanos, reducir la huella de carbono, exigir espacios comunes menos contaminados.

Porque cuidar del medio ambiente es, en última instancia, cuidar de la vida misma.


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