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Incendios: Los bosques, nuestra defensa frente a la emergencia climática

En los últimos meses hemos sido testigos de uno de los desastres ambientales más graves de los últimos años en España: los incendios, sobre todo en el noroeste del país. En lo que va de 2025, en España han ardido cerca de 400.000 hectáreas a causa de los incendios forestales, lo que convierte este año en uno de los más destructivos de las últimas décadas. 

El fuego no solo calcinó montes y cultivos, sino que también devastó aldeas, obligó a más de 30.000 familias a abandonar sus hogares y borró, en unas semanas, ecosistemas enteros que habían tardado siglos en consolidarse. 

La magnitud de esta tragedia nos recuerda con crudeza algo que desde hace tiempo sabemos pero no siempre priorizamos: la urgencia de proteger nuestros bosques y repensar nuestra relación con la naturaleza.

El fuego en Galicia, en Zamora, en León, en Extremadura, y en otras regiones españolas no es un hecho aislado ni un accidente puntual. Lo vemos también en Portugal, en Italia, en Francia, en Alemania y, más allá del continente, en la Amazonía. Todos estos desastres tienen un denominador común: los bosques del mundo están en jaque, amenazados por el cambio climático, la deforestación, los modelos de explotación insostenibles y la falta de políticas adecuadas de prevención y cuidado. 

Lo que ocurre en Orense, o en cualquier rincón de Europa, nos interpela a todos, porque cada hectárea perdida nos acerca a un futuro más incierto e inhabitable.

Los bosques como aliados de la vida

Los bosques no son simplemente un conjunto de árboles. Son ecosistemas vivos y complejos que cumplen funciones vitales para la regulación del clima, el equilibrio del planeta y la vida de millones de especies, incluida la nuestra. Un solo bosque es capaz de ofrecer múltiples servicios invisibles pero esenciales:

  • Capturan dióxido de carbono, actuando como sumideros naturales que reducen los efectos del cambio climático.
  • Liberan oxígeno, garantizando que podamos respirar aire limpio y puro.
  • Regulan el ciclo del agua, filtrando acuíferos, reteniendo humedad y evitando sequías y desertificación.
  • Previenen la erosión, protegiendo los suelos de su degradación.
  • Albergan una biodiversidad incalculable, con especies únicas que no encontramos en ningún otro lugar.
  • Son refugio cultural y económico para las comunidades que, generación tras generación, han aprendido a cuidarlos y a vivir en equilibrio con ellos.

Cuando un bosque se quema o es arrasado por intereses extractivistas, no perdemos únicamente árboles. Perdemos regulación climática, fertilidad de la tierra, diversidad biológica y hasta memoria cultural. Perdemos un aliado fundamental frente a la crisis climática global.

Los incendios de 2025 en España se cobraron la vida de personas, arrasaron viviendas y contaminaron el aire durante semanas. Millones de toneladas de carbono fueron liberadas a la atmósfera, alimentando un círculo vicioso: más incendios generan más emisiones, que a su vez intensifican el cambio climático y desatan olas de calor extremas que elevan el riesgo de nuevos incendios.

El precio del fuego es múltiple. Se mide en biodiversidad perdida, en animales calcinados, en huertos arruinados, en ancianos que tienen que abandonar las aldeas en las que nacieron. Se mide también en paisajes ennegrecidos que afectan psicológicamente a comunidades enteras. Y, por supuesto, se mide en vidas humanas, las de quienes perecen atrapados por las llamas o sufren enfermedades derivadas de la exposición al humo.

Monocultivos: gasolina que alimenta las llamas

En Galicia, como en muchas otras regiones, el problema de los incendios está íntimamente ligado con el modelo forestal imperante. Durante décadas se ha promovido el monocultivo de pinos y eucaliptos como solución rápida para obtener madera destinada principalmente a la industria papelera. El resultado es un paisaje cada vez más homogéneo, donde especies muy inflamables conviven con el abandono rural y la falta de gestión.

El eucalipto, en particular, representa un desafío ambiental de enorme magnitud. Su rápido crecimiento lo convierte en una especie “rentable” para quienes buscan beneficios inmediatos. Pero es una especie pirófita: no solo arde con facilidad, sino que su regeneración posterior está adaptada a sobrevivir al fuego, perpetuando un modelo de monte siempre vulnerable a la quema.

Así, donde antes había bosques mixtos atlánticos -ricos en robles, castaños o abedules, más resistentes al fuego-, hoy encontramos extensiones dominadas por pinos y eucaliptos que actúan como mechas gigantes listas para prenderse cada verano. Esto no es un accidente, sino una consecuencia directa de decisiones políticas y económicas que priorizaron el beneficio de unas pocas empresas sobre la sostenibilidad de los territorios.

No podemos hablar de incendios forestales sin hablar del abandono rural. Las regiones quemadas este verano enfrentan una despoblación progresiva que deja miles de hectáreas sin gestión agroganadera activa. Donde antes había pastores, cultivos y familias cuidando del territorio, hoy hay silencio, maleza y monte descuidado.

Ese abandono convierte los bosques en auténticos polvorines: más vegetación seca, menos caminos transitables, menos vigilancia comunitaria. La falta de políticas eficaces para fijar población en el campo se traduce en un círculo peligroso: menos vida rural genera más riesgo de incendios, que a su vez hacen el campo menos habitable.

Revertir esta tendencia no depende únicamente de pedir a la gente que “vuelva al campo”. Hace falta garantizar infraestructuras, empleo digno, servicios básicos, conectividad digital y políticas que reconozcan la dignidad y la importancia de quienes escogen cuidar y habitar el entorno rural.

Europa en llamas: una crisis compartida

España no es un caso aislado. En 2025, cuatro países europeos -España, Chipre, Alemania y Eslovaquia- han registrado ya cifras récord en superficie quemada desde que existen registros. Portugal, por su parte, arrastra la memoria trágica de 2017, cuando más de medio millón de hectáreas ardieron y más de cien personas murieron atrapadas por el fuego.

La emergencia de los incendios debe abordarse como un fenómeno europeo y mundial. El cambio climático no conoce fronteras, y las olas de calor que cada verano baten récords de temperatura fortalecen las condiciones para incendios descontrolados en diferentes latitudes.

La coordinación internacional es, por tanto, imprescindible. Igual que hay cooperación en temas de seguridad o economía, debe haber planes conjuntos para la prevención y gestión de catástrofes ambientales que son, en última instancia, crisis humanitarias.

La magnitud de la crisis exige medidas inmediatas y sistémicas. Algunas de ellas son claras:

  • Prevención reforzada: más recursos, brigadas entrenadas y planificación para evitar que el fuego tenga oportunidades de expandirse.
  • Restauración ecológica: reforestación con especies nativas que devuelvan resiliencia y estabilidad a los ecosistemas.
  • Apoyo a comunidades rurales: inversión en infraestructuras, servicios y empleo digno que hagan viable la vida en el campo.
  • Economía ecológica: impulsar la agricultura ecológica, la agroforestería, la economía circular y la diversificación productiva frente a los monocultivos destructivos.
  • Educación ambiental: transformar la forma en que entendemos el bosque, pasar de verlo como recurso “aprovechable” a reconocerlo como bien común indispensable.
  • Justicia ambiental global: reconocer que la destrucción de los bosques en Galicia o en la Amazonía son partes del mismo problema, y que la respuesta debe ser también global y solidaria.

Los bosques son mucho más que árboles. Son cultura, identidad, vida. El monte gallego, el bosque cántabro, la dehesa y bosque extremeño, la selva amazónica: todos ellos son expresiones de nuestra historia como humanidad. Cuidarlos es también cuidar de quienes somos, de lo que transmitimos a las generaciones futuras.

En Espacio Orgánico creemos que la emergencia forestal es, en última instancia, una llamada de atención sobre la necesidad de repensar nuestro modelo de vida. Los incendios son la consecuencia visible de un sistema roto, que prioriza beneficios inmediatos sobre el equilibrio a largo plazo. Ante un panorama así, la inacción no es opción.

Acción con conciencia

Lo que sucede con los incendios no es un problema local, es un síntoma de algo mucho más profundo y global: la desconexión entre la humanidad y la naturaleza. La memoria que dejan las aldeas arrasadas y las hectáreas carbonizadas debe servirnos de brújula. Si queremos un futuro habitable, los bosques deben estar en el centro de nuestras prioridades.

La invitación es a sumarnos como ciudadanos conscientes, exigir políticas valientes, apoyar modelos sostenibles de desarrollo rural y, sobre todo, recuperar el respeto que siempre debimos tener con la tierra.

Defender los bosques es defendernos a nosotros mismos. Lo sabemos. El desafío está en actuar con urgencia. Porque cada minuto cuenta y cada hectárea salvada es un legado para quienes vendrán después.


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