El Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA) ha decretado el confinamiento de todas las aves de corral que se crían al aire libre en España. La medida, publicada en el Boletín Oficial del Estado, busca frenar la expansión de la gripe aviar, una enfermedad viral que afecta a aves domésticas y silvestres y que, aunque raramente llega a los humanos, genera gran preocupación en los sistemas productivos.
A primera vista, puede parecer una simple medida de protección, una decisión técnica tomada desde la prudencia y la responsabilidad institucional. Pero detrás del lenguaje regulador -términos como bioseguridad, zonas de especial riesgo o control de movimientos- se esconde un problema que va mucho más allá del ámbito sanitario.
Este decreto pone sobre la mesa una contradicción profunda en el modelo agroalimentario actual: las mismas normas que buscan proteger al sistema industrial acaban perjudicando al pequeño productor ecológico, aquel que precisamente representa una alternativa más saludable, sostenible y respetuosa con los animales.
Un país de aves encerradas
España cuenta con más de 1.200 municipios catalogados como zonas de riesgo o vigilancia por la presencia de aves migratorias. Desde julio de 2025, Europa ha notificado más de 130 brotes de gripe aviar, con focos localizados principalmente en el norte continental.
En nuestro país, se han detectado 14 focos, la mitad en Castilla y León, junto a más de 50 casos en aves silvestres. Ante esa realidad, el MAPA ha decidido aplicar el confinamiento a todas las aves domésticas del país, sin excepciones.
La justificación oficial es clara: prevenir cualquier contacto entre aves de corral y fauna silvestre potencialmente infectada. En la práctica, esto se traduce en la prohibición de criar aves al aire libre, de mezclar especies como gallinas y patos, de usar aguas de estanques o embalses accesibles a la fauna, y de celebrar ferias o mercados donde participen aves.
En los casos excepcionales donde no se pueda encerrar completamente, se exige instalar redes o telas que impidan la entrada de aves salvajes, garantizando que la alimentación y bebida tengan lugar bajo techo.
Son medidas comprensibles desde la lógica epidemiológica, pero tremendamente difíciles de aplicar en la realidad rural española, donde miles de granjas familiares viven precisamente de lo contrario: del contacto con la tierra, del aire libre y del equilibrio entre bienestar animal y sostenibilidad ambiental.
El dilema de las granjas ecológicas
Para el sector ecológico, el confinamiento no es solo un problema operativo. Es un golpe directo a su esencia. Las normas europeas de producción ecológica (Reglamento UE 848/2018) exigen que las aves tengan acceso regular al exterior y que su alimentación proceda íntegramente de fuentes orgánicas.
Esto no es un formalismo: el bienestar animal y la posibilidad de comportarse según su naturaleza son pilares de la ganadería ecológica.
Con el confinamiento, las granjas se enfrentan a un dilema inédito: incumplir temporalmente los criterios que les permiten mantener su certificación o exponerse a sanciones por no acatar una orden ministerial.
En algunas comunidades, como Castilla y León y Andalucía, las autoridades han permitido que la medida se considere una “situación excepcional” que no afectará la certificación mientras dure.
Pero esta solución temporal no resuelve la raíz del problema: el modelo ecológico se basa en la relación entre el animal y su entorno natural. Si esa relación se rompe, aunque sea de forma justificada, el sistema entra en crisis.
En palabras de un productor de huevos ecológicos de Segovia: “Cada semana que las gallinas pasan encerradas estamos más lejos de lo que somos. La certificación puede mantenerse, pero la confianza del consumidor se resiente”.
Impacto económico: la tormenta perfecta
La medida llega en un momento especialmente sensible. El coste de los piensos ecológicos, la energía y el transporte se ha disparado en el último año, y el precio de los huevos ha aumentado más de un euro por docena, según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).
Si ahora las explotaciones ecológicas reducen su ritmo productivo por el confinamiento, el desequilibrio entre oferta y demanda puede aumentar aún más los precios finales para el consumidor.
Francia y Países Bajos ya vivieron algo similar en 2024: cuando aplicaron medidas parecidas contra la gripe aviar, la producción de huevos ecológicos cayó un 15% y los precios en el mercado minorista subieron hasta un 25%.
En España, donde el consumo de productos ecológicos crece cada año y las cadenas locales desempeñan un papel importante, esta medida puede romper el vínculo entre el productor rural y el consumidor consciente.
También existe un efecto colateral poco visible: los sacrificios obligatorios. Si se detecta un solo caso positivo en una explotación, debe sacrificarse la totalidad de las aves del entorno como medida preventiva.
Este protocolo, más pensado para macrogranjas que para sistemas familiares, genera pérdidas devastadoras. Para una granja industrial, el seguro cubre parte del impacto; para una pequeña granja ecológica, significa perder toda su base productiva sin compensación real.
El Ministerio defiende sus acciones apelando a la bioseguridad. Sin embargo, el concepto, aunque necesario, se ha convertido en un mantra que a menudo ignora las diferencias de escala y filosofía productiva.
Como apunta el veterinario y experto en aves Juan Carlos Abad, “la mayor parte de los brotes graves no se originan en las pequeñas explotaciones al aire libre, sino en sistemas intensivos donde miles de aves conviven en espacios cerrados y con bajo nivel inmunológico”.
Esa observación resalta una paradoja evidente: los sistemas más sostenibles y sanos son los más castigados por normas diseñadas para corregir los fallos del sistema intensivo. Las granjas ecológicas suelen tener menor densidad animal, condiciones más naturales y una relación más armónica con el entorno.
En teoría, eso debería jugar a su favor. En la práctica, el marco legal no distingue, aplicando las mismas restricciones a quien tiene 30 gallinas que a quien tiene 300.000.
El resultado es una paradoja sanitaria y moral. Se penaliza a quien cuida de sus animales y del territorio, mientras se protege, por inercia, un modelo industrial que favorece la rápida propagación de patógenos.
Implicaciones ambientales y éticas
Más allá del impacto inmediato, el confinamiento de aves plantea un debate de fondo: ¿qué entendemos por salud pública y bioseguridad cuando se diseñan políticas agrícolas? Si la prevención se aplica de forma uniforme sin tener en cuenta los principios agroecológicos, se perpetúa un sistema desconectado de la naturaleza y altamente dependiente del control técnico e industrial.
El confinamiento representa el choque entre dos paradigmas: uno basado en el aislamiento y la estandarización, y otro en la integración entre ser humano, animal y entorno. El primero busca eliminar el riesgo a costa de la diversidad; el segundo apuesta por la adaptación y el equilibrio biológico.
Como explican diversos estudios agroecológicos, el exceso de control puede debilitar los ecosistemas agrícolas, reduciendo su capacidad para resistir enfermedades naturales y crisis sanitarias.
Además, la situación actual pone sobre la mesa el reto de comunicar adecuadamente el valor de la ganadería ecológica. Muchos consumidores desconocen que, tras un envase con etiqueta verde o el sello europeo de hoja estrellada, existe una red de pequeños productores que asumen riesgos, invierten más tiempo y dinero, y trabajan con estándares de bienestar animal muy superiores a los del modelo convencional. Su trabajo no solo produce alimentos, sino biodiversidad y salud para los suelos.
El confinamiento aviar tiene dimensión sanitaria, pero también política. Al aplicar medidas generalizadas sin diferenciar modelos productivos, se muestra una falta de visión estratégica a largo plazo.
Si las políticas se diseñan con la lógica de la producción intensiva, acabarán beneficiando a ese mismo modelo, incluso cuando supuestamente intentan limitarlo.
Esta crisis podría haberse gestionado de otra manera. Muchos expertos proponen una estrategia de bioseguridad adaptativa, que distinga entre sistemas industriales y ecológicos, y que tenga en cuenta factores como la densidad animal, el tamaño de las explotaciones y el tipo de hábitat circundante.
En lugar de un confinamiento total, podrían aplicarse medidas diferenciadas y supervisión directa en zonas de riesgo real, combinadas con campañas de monitoreo comunitario y educación sanitaria rural.
Aplicar la misma norma para todos los casos puede parecer eficiente, pero ignora la realidad de quienes trabajan con animales de forma respetuosa. Si el objetivo es garantizar la seguridad alimentaria sin destruir la diversidad productiva, el camino requiere diálogo y cooperación, no imposición.

¿Qué puede hacer el consumidor consciente?
En Espacio Orgánico nos gusta recordar que los consumidores también formamos parte del sistema alimentario. Lo que elegimos comprar, y a quién se lo compramos, tiene un impacto directo en la supervivencia del modelo ecológico.
En momentos como este, apoyar a los productores locales se vuelve más importante que nunca. Algunas acciones sencillas pueden marcar la diferencia:
- Entender que un posible aumento temporal del precio no es especulación, sino un reflejo de un esfuerzo productivo mayor.
- Preguntar y comunicar: interesarse por el origen del producto y compartir información fiable ayuda a mantener viva la confianza entre productor y consumidor.
- Apostar por la alimentación de temporada y producciones diversificadas, que reducen la dependencia de grandes sistemas industriales.
El confinamiento pasará, pero las decisiones que tomemos durante este tiempo marcarán el futuro del sector. Si dejamos caer a los pequeños productores ecológicos, perderemos algo mucho más importante que unos cuantos huevos: perderemos la posibilidad de tener un modelo alimentario resiliente, humano y sostenible.
El confinamiento de las aves: una medida sanitaria que pone en jaque a la ganadería ecológica